Una tibia miedica

De vuelta a las andadas, tras dos días recuperando un poco el cuerpo de un viaje de mil quinientos kilómetros, salgo a correr con Amaia buscando algunas cuestas por las faldas del monte Malmasín. Todo perfecto si no fuera porque me da miedo cada paso que doy por culpa de la herida que tengo en la tibia por la gracia de un suizo.



Cuando jugaba a fútbol, en edad infantil, sufrí una fractura de tibia y peroné al regatear al portero. Un rato antes había recibido una entrada fuerte y la pierna debió quedar tocada sin ninguna señal externa que lo anticipara. Mucha gente pensaba que nunca volvería a jugar pero, tras ocho meses de escayola y otros tantos de duro trabajo diario en el gimnasio, logré ser el mismo. Pero es de esos sucesos que te dejan huella para siempre y, desde entonces, cualquier golpe en la espinilla me da mucho yuyu. Mientras no caiga la postilla de la herida y deje de notar cosas, me da que no voy a tener remedio.

Con este panorama, los pasos con la pierna derecha son muy temerosos y no puedo seguir a Amaia en los descensos, donde más impacto hay y más miedo me da. Hacemos doce kilómetros y no consigo quitarme la idea de la cabeza. Sé que no tengo nada pero voy aterrado. Sin duda, es un trauma de niño que me llevaré a la tumba.

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